Albert Hofmann - Vida y legado de un químico humanista

 

La sustancia número veinticinco en esta serie de derivados era la dietilamida del ácido lisérgico, LSD-25 para abreviar, que sinteticé por primera vez en el año 1938. Mi propósito era obtener un estimulante circulatorio y respiratorio (un analéptico), propiedades que eran de esperar porque tiene una estructura química similar a un analéptico ya conocido en aquella época, la dietilamida del ácido nicotínico (Coramina). Durante las pruebas con LSD-25 en el departamento farmacológico de Sandoz, cuyo director era el profesor Ernst Rothlin, se demostró su potente acción uterotónica. Además, se observó que los animales a los que se administraba no dejaban de moverse. Sin embargo, esta nueva sustancia no despertó mayor interés entre nuestros farmacólogos y médicos, y no se realizaron más pruebas con ella. Durante los cinco años siguientes no se hizo nada con la sustancia LSD-25. Mientras tanto, mi trabajo sobre el cornezuelo avanzaba en otras direcciones (...)

A pesar de todos los trabajos tan fructíferos que se desarrollaron, no me olvidé de la sustancia LSD-25 (...) En la primavera de 1943 repetí la síntesis de LSD-25, lo cual implicó, como en la primera ocasión, la obtención de sólo algunos centigramos. En la fase final, durante la purificación y cristalización de la dietilamida del ácido lisérgico en forma de tartrato (sal del ácido tartárico) fui interrumpido durante el trabajo por unas sensaciones desconocidas. Describo el incidente de acuerdo con el reportaje que envié al profesor Stoll: “Viernes, 16 de abril de 1943. A mediodía tuve que dejar de trabajar en el laboratorio y dirigirme a casa porque sentí una gran agitación, acompañada de un ligero mareo. En casa me tumbé y me sumergí en un estado similar a una intoxicación que no resultaba del todo desagradable, y que se caracterizaba por vívidas ensoñaciones. Con los ojos cerrados (la luz del sol me molestaba), pasaba por mi mente un torrente de fantásticas imágenes de extraordinaria plasticidad, con un intenso juego de colores caleidoscópicos. Después de unas dos horas, este estado desapareció”. La naturaleza y transcurso de esta experiencia me hizo sospechar que se debió a la influencia de algún agente tóxico externo y la relacioné con la sustancia en la que estaba trabajando, el tartrato de dietilamida del ácido lisérgico. No me podía explicar cómo la había absorbido, puesto que mi labor solía ser pulcra y meticulosa. Era posible que una pequeña cantidad de la disolución hubiese tocado las yemas de mis dedos durante la cristalización y mi piel hubiese absorbido una dosis infinitesimal. Si la LSD-25 había sido la causa del incidente, entonces debía ser una sustancia de una potencia extraordinaria. Con el objeto de llegar al fondo de la cuestión, decidí realizar un auto-experimento.

 

 

Auto-experimentos

A continuación ofrezco las notas del experimento registradas en mi cuaderno de laboratorio el 19 de abril de 1943: “19/IV/1943, 16.20 h: 0,5 c.c. de solución acuosa de tartrato de dietilamida por vía oral = 0,25 mg de tartrato. Disuelta en unos 10 cc de agua. No tiene sabor. 17.00 h: Comienzan los efectos. Ligero mareo, sensación de ansiedad, alucinaciones visuales, síntomas de parálisis, deseo de reír”. (Añadido el 21/IV/1943: “Decido volver a casa en bicicleta. Los efectos más marcados tienen lugar de 18.00 a 20.00 h”).

Aquí finalizan las notas de mi cuaderno de laboratorio. Las últimas palabras pude escribirlas sólo con gran esfuerzo. Era ahora evidente para mí que la LSD había sido la causa de la experiencia del viernes anterior, ya que las percepciones alteradas eran del mismo tipo, sólo que mucho más intensas. Hablaba con dificultad. Le pedí a mi asistente, quien estaba informado del auto-experimento, que me acompañara a casa. Al volver en bicicleta (en tiempos de guerra sólo había coches para unos pocos privilegiados) mi estado comenzó a ser peligroso. Todo lo que había en mi campo de visión se movía y se distorsionaba como si se reflejara en un espejo curvo. También tuve la sensación de ser incapaz de moverme. Sin embargo, mi asistente me dijo después que habíamos viajado a buena velocidad. Finalmente llegamos a casa sin problemas y sólo fui capaz de decir a mi acompañante que llamara al médico y que pidiera leche a los vecinos. A pesar de mi estado delirante y alterado, podía pensar con claridad durante breves períodos; por ejemplo, pensé en la leche como antídoto no específico para las intoxicaciones.

La sensación de mareo era a veces tan fuerte que no podía mantenerme erguido y debía tumbarme en el sofá. Todo lo que me rodeaba se transformaba de modo aterrador. Todo me daba vueltas y los muebles tomaban formas grotescas y amenazantes. Estaban en continuo movimiento, animados, como si estuvieran impregnados de una inquietud incesante. Tuve dificultades para reconocer a la vecina que me trajo la leche (en el transcurso de la tarde bebí más de dos litros). Ya no era la señora R., sino una bruja malévola con una máscara de colores. Peor que estas demoníacas transformaciones del mundo exterior eran las alteraciones que percibí en mí mismo, en mi interior. Todo esfuerzo para poner fin a la desintegración del mundo exterior y a la disolución de mi ego parecía ser en vano. Un demonio había entrado en mí y había tomado posesión de mi cuerpo, mi mente y mi alma. Salté y grité para liberarme de él, pero me derrumbé en el sofá, sin fuerzas. La sustancia con la que deseaba experimentar me había vencido. Era el mismo demonio quien, desdeñosamente, había triunfado sobre mi voluntad. Me invadió el temor de estarme volviendo loco. Estaba siendo transportado a otro mundo, otro lugar, otra época. Mi cuerpo me parecía sin sensaciones propias, sin vida, extraño para mí.

 

Cuando el médico llegó, ya había pasado la fase más aguda de la crisis. Mi asistente le informó del experimento porque yo no podía formular una frase coherente. Agitó su cabeza con incredulidad después de haberle referido mi estado supuestamente cercano a la muerte, ya que no pudo hallar ningún síntoma anormal excepto las pupilas extremadamente dilatadas. El pulso, la presión arterial y la respiración eran normales. Por tanto, no me recetó nada. Me llevó a mi dormitorio y me observó mientras yo seguía tumbado en la cama. Lentamente, regresé de un mundo extraño a la realidad cotidiana. El miedo aminoró y dejó paso a un sentimiento de felicidad y gratitud; volvieron las percepciones y los pensamientos normales, y tuve la seguridad de que el peligro de volverme loco había pasado.

Más tarde, mi mujer volvió de su visita a Lucerna. Alguien le dijo por teléfono que yo había tenido una misteriosa crisis. Había dejado a los niños con los abuelos y vuelto a casa. Yo ya me había recuperado lo suficiente para contarle lo sucedido. Agotado, me dormí y desperté la mañana del día siguiente con la cabeza despejada, aunque algo cansado físicamente. Tenía una sensación de bienestar y de energías renovadas. El desayuno me supo delicioso y fue un extraordinario placer. Cuando salí al jardín, donde lucía el sol después de haber llovido, todo brillaba con una nueva luz. Parecía como si el mundo hubiese sido creado hacía poco tiempo. Todos mis sentidos vibraban en un estado de extrema sensibilidad que se prolongó todo el día.

Al día siguiente escribí para el profesor Stoll el informe sobre mi extraordinaria experiencia con la LSD, y envié una copia al director del departamento farmacológico, el profesor Rothlin. Como ya esperaba, generó asombro e incredulidad. Recibí una llamada del profesor Stoll, quien preguntó: “¿Está usted seguro de que no cometió ningún error en el pesaje? ¿Es correcta la dosis que dice haber tomado?” El profesor Rothlin también llamó y me hizo las mismas preguntas. Yo estaba totalmente seguro porque había medido la dosis con mis propias manos. Las dudas estaban justificadas hasta cierto punto, ya que en aquella época no se conocía ninguna sustancia que mostrara el más ligero efecto psíquico con cantidades de fracciones de miligramo. Una sustancia activa de esa potencia parecía algo increíble.